Moisés Silva: “Si el Estado pretende financiar libremente a los estudiantes, ¿qué seguridad puede tenerse de la rentabilidad de la inversión sin un respaldo específico de la calidad de la carrera elegida por el estudiante?…”.
En la reciente cuenta pública de la Comisión Nacional de Acreditación se destaca el avance en la acreditación de carreras, indicándose, no obstante, que es preciso una mayor aceleración. Esto contrasta con trascendidos desde los nuevos expertos del Mineduc que estarían considerando una discontinuidad de la acreditación de carreras. La aprensión surgiría ante la inviabilidad, por un único organismo estatal, de abordar esta tarea en un plazo breve, dado el alto número de programas que se imparten en el sistema de Educación Superior; unos 20.000, según algunos. Cabe precisar que cada proceso acredita títulos y no las modalidades (programas) en que se imparten; y así la oferta es un porcentaje bajísimo del total de programas.
Las carreras son hoy acreditadas por agencias especializadas. Todas autorizadas y supervisadas por la CNA; y que operan con evaluadores y consejeros, mayoritariamente de universidades públicas y privadas, ya por siete años, en el marco de la ley promulgada e implementada por la Presidenta Bachelet. Los nuevos expertos tienen la idea de eliminar las agencias y focalizar en la acreditación de instituciones, lo que, cabe concluir, sería suficiente para dar garantía de la calidad de las carreras que impartan. Se aporta una variante: acreditar algunas carreras, elegidas “a dedo” o quizás al azar, conjuntamente con la evaluación institucional.
La verdad es que la acreditación institucional y la de carreras tienen focos distintos. El primero aborda aspectos amplios de la capacidad de gestión en áreas de la enseñanza, la investigación y el aporte a la comunidad, y en la viabilidad del desarrollo del proyecto institucional; en tanto que el segundo se centra en la formación profesional específica como el diseño curricular, la efectividad de la enseñanza y el aprendizaje, la utilización de los medios educacionales y los ajustes de calidad, a la luz de la retroalimentación de egresados y empleadores. No es por azar ni torpeza que la mayoría de los países con mayor experiencia en aseguramiento de la calidad imponen o fomentan la acreditación de carreras, en manos de agencias especializadas, y separadamente la acreditación de instituciones.
La evidencia empírica muestra que la acreditación de carreras tiene un impacto lejos más efectivo que la institucional, en términos del compromiso de directivos y académicos y de ajustes de calidad en el currículum, los profesores y los medios de enseñanza y aprendizaje; y es mutuamente sinérgica y finalmente más potente. Claro, eliminar la acreditación de carreras permitiría ocultar falencias, reducir presiones internas por mejoramiento, estimuladas hoy para enfrentar la acreditación, y obviar un gasto, pues evaluar y acreditar es una tarea profesional que tiene un costo (si bien el costo externo se equilibra con apenas el arancel de uno a cuatro alumnos de la carrera, prorrateado a lo largo de varios años).
Cabe destacar que los Tratados de Libre Comercio, las prácticas impuestas por la internacionalización de la educación y la movilidad internacional creciente de profesionales y estudiantes se facilitan con el reconocimiento mutuo (u homologación de estándares) de la acreditación de carreras. Y existe una tendencia de asociaciones profesionales de avanzar hacia la aplicación de estándares transnacionalmente comparables, verificados en procesos formales de acreditación en cada país. Se observa asimismo la inclinación de algunas escuelas a buscar la certificación internacional, lo que ya ocurre en Chile, a fin de mejorar su oferta y ampliar el horizonte profesional y los eventuales beneficios de sus alumnos.
Por otra parte, si el Estado pretende financiar libremente a los estudiantes, ¿qué seguridad razonable puede tenerse de la rentabilidad de la inversión sin un respaldo específico de la calidad de la carrera elegida por el estudiante? Por lo demás, los postulantes, los estudiantes, los empleadores y la comunidad en general otorgan de manera creciente un valor social a la acreditación, tanto institucional como de carreras. Y por cierto que las propias instituciones exhiben una posición y aun una actitud distinta según el nivel y extensión de la acreditación de sus carreras. De hecho, algunas universidades, públicas y privadas, han ya realizado una importante inversión en calidad, vía la acreditación de un alto porcentaje de sus carreras. Otras, lo han hecho escasamente. Pero la mera acreditación institucional podría mañana nivelar la imagen de calidad de la oferta educacional de todas.
Lo expuesto no implica minimizar la acreditación institucional. Y lo importante es aplicar aquí una evaluación con exigencia de evidencias; focalizada en resultados; injerencia preferente de evaluadores extranjeros; estándares internacionalmente comparables, y que los recursos se dirigen a facilitar el foco primario: Fortalecer la promesa educativa que se hace a los estudiantes y sus familias.
Moisés Silva Triviño
Vicerrector de Aseguramiento de la Calidad
Universidad Andrés Bello