José Antonio Guzmán: “El Estado debe promover y garantizar que exista pluralismo en el conjunto de universidades de un país, pero no es necesario que cada institución sea una especie de Arca de Noé en la que estén representadas todas las ideas…”
Pocos días atrás, el profesor Fernando Atria planteaba en estas mismas páginas su rechazo a la existencia de universidades “propietarias”, en las que un controlador puede decidir “arbitrariamente” acerca de la marcha administrativa y académica de una institución. Afirmaba que, a su juicio, la única manera de asegurar la autonomía académica es concebir una forma de gobierno universitario en la que nadie sea dueño. Para él, las verdaderas universidades solo pueden ser “del país” y de nadie más. Atria parece sugerir que la universidad debiera ser una especie de comunidad etérea en la que conviven profesores dotados de la máxima libertad, para explorar sin restricciones aquello que les parezca más interesante. Ese es el sentido de la larga cita que hace de una declaración de la Asociación Americana de Profesores Universitarios (AAUP), que aboga por la liberación de toda limitación extrínseca al trabajo académico.
El planteamiento del profesor Atria es utópico, y aunque no lo fuera, sería indeseable.
Utópico, porque las universidades son organizaciones demasiado complejas como para autogobernarse de manera automática. Necesitan que alguien les proponga una estrategia de largo plazo y que las lidere hacia la dirección establecida. Por una parte, la sociedad demanda hoy muchas cosas de la institución universitaria —docencia, investigación, innovación, difusión cultural— y, por otra, en las universidades conviven muchos intereses distintos, que hay que armonizar para satisfacer esas demandas sociales. Existe una saludable tensión entre administradores y académicos (y entre académicos), pero es importante que existan mecanismos eficaces para resolver esa tensión, so pena de inmovilidad y estancamiento. Si se quiere una universidad genuina, funcional a sus fines, es necesario conseguir un gobierno efectivo y evitar tanto el autoritarismo del gobierno superior, como el control de la institución por grupos particulares de académicos.
Indeseable, porque en la propuesta de Atria subyace la idea de que no deberían existir universidades que tengan un ideario que inspire el trabajo de sus académicos. Según esta concepción, si las universidades son “del país”, deben convivir en ellas toda suerte de ideas. En consecuencia, cada institución tendría que incorporar necesariamente todo el abanico intelectual e ideológico en sus cuadros académicos. Pienso que es una postura equivocada.
Las universidades han de ser —se ha dicho muchas veces— la conciencia crítica de la sociedad y, por lo tanto, la deben reflejar en toda su riqueza intelectual, social y moral. La sociedad libre requiere distintas visiones en competencia, y las universidades tienen un papel central que aportar en ese sentido. Por este motivo, es sumamente conveniente que las distintas comunidades académicas se agrupen en torno a idearios compartidos que guíen su actuación. De más está decir que en una verdadera universidad, este conjunto de ideas inspiradoras es perfectamente compatible con la libertad académica de sus profesores. Estas universidades pueden y deben ser consideradas universidades públicas, por el tipo de bienes que producen: la formación de ciudadanos, la creación de conocimiento científico, el aporte al debate de ideas, la innovación y la cultura, todos ellos bienes públicos muy valiosos para la sociedad.
Desde hace ocho siglos han existido universidades de inspiración católica o religiosa en todas las sociedades, y nadie duda de que han contribuido decisivamente a conservar y acrecentar la ciencia y la cultura en Occidente. Sin duda, es legítimo que existan instituciones absolutamente pluralistas, pero evidentemente no es la única opción posible.
El Estado debe promover y garantizar que exista pluralismo en el conjunto de universidades de un país, pero no es necesario que cada institución sea una especie de Arca de Noé en la que estén representadas todas las ideas. En otras palabras, es una obligación del conjunto, pero no de cada universidad en particular. Si hay distintas opciones disponibles, profesores y estudiantes podrán escoger aquella que más se adecue a sus preferencias y modos de pensar. Esta diversidad de propuestas académicas robustece el debate y, por tanto, mejora la sociedad. Lo contrario puede conducir a una gran pobreza intelectual en el país.
En suma, nadie duda de que Chile necesita muchas universidades de gran calidad, pero también necesita de instituciones diversas, que planteen con vigor sus distintas visiones de la sociedad. Esta es una gran riqueza para las sociedades democráticas. Simplemente no nos podemos dar el lujo de maltratar a nadie que quiera aportar seriamente a nuestra educación superior.
José Antonio Guzmán
Rector
Universidad de los Andes
Fuente: Emol