Es evidente que la visión que comanda esta reforma está influida por la convicción, no sustentada, de que el Estado puede moldear mucho mejor el desarrollo del sistema de educación superior que sus actores. Esto contrasta con la tendencia internacional…
La propuesta de gratuidad para la educación superior difundida por el Ministerio de Educación anticipa exigencias a las instituciones educacionales que en la práctica suponen una definición estatal de una serie de aspectos que son propios de la autonomía de ellas.
En América Latina en 1950 los estudiantes que accedían a la educación superior no superaban los 300 mil y estaban matriculados en 75 instituciones. En la actualidad, el número de estudiantes es cercano a los 24 millones y están matriculados en casi 15 mil instituciones de educación superior, un poco más de un cuarto de las cuales son universidades y la mayoría de carácter privado, aunque existen diferencias importantes entre países. Así, el sistema de educación superior latinoamericano ha dejado de ser selectivo y homogéneo. Conviven en los distintos países instituciones heterogéneas y con misiones muy distintas. En ese sentido, Chile no es un caso especial e insistir que nuestro sistema de educación superior es único en el mundo, resultado de una visión ideológica mercantilista, no tiene asidero. Por cierto, a pesar de este contexto similar, hay diferencias relevantes que no se pueden dejar de lado al momento de compararlos. Pero, más allá de estas, en ninguno de ellos hay, en estricto rigor, la gratuidad universal que promueve el Gobierno.
Cumplir este propósito es muy complejo no solo por los recursos involucrados, sino porque no hay experiencias de esta naturaleza y, además, la diversidad del sistema no permite una solución indiscutible. Transcurrido un tercio del Gobierno son muy insuficientes y vagos los criterios que ha esbozado la autoridad para avanzar en la definición de la gratuidad. Hace poco ha circulado un documento conocido como “Bases para una reforma del sistema nacional de educación superior”, muy incompleto, que impide a los diversos actores y a los expertos anticipar los cambios que se espera concretar. En lo referido a cómo se definirán las asignaciones por gratuidad, se propone un modelo de costos de escasa aplicación práctica en un sistema heterogéneo como es el de la educación superior chilena. Estos esquemas operan donde los servicios valorados son muy homogéneos, como sucede en la distribución eléctrica o de agua potable. Implementarlo en educación superior va a significar, adicionalmente, una definición estatal no solo de los precios, sino de la matrícula y de las vacantes de la institución. Es decir, la viabilidad de las instituciones va a estar en la práctica definida por un conjunto de funcionarios públicos que difícilmente comprenderán la misión y características de cada casa de estudios superiores. Se podrá argumentar que la adhesión va a ser siempre voluntaria, pero en ausencia de apoyos para estudiantes vulnerables el riesgo de segmentación es enorme, lo que debería hacer dudar de la efectividad de la política.
Asimismo, se promueven preferencias por modelos de gobierno universitario que apuntan, en la práctica, a formas triestamentales de gestión. Ellas imponen severas restricciones al funcionamiento de las instituciones, impidiéndoles desplegar una visión de largo plazo que guíe su desarrollo, privilegiando intereses grupales de corto plazo. Por ello, no existen en los países cuyos sistemas de educación suelen ser destacados internacionalmente.
Es inevitable concluir que en estas vagas definiciones hay mucho de voluntarismo y escasa atención a la realidad de la educación superior en el mundo. Es evidente que la visión que comanda esta reforma está influida por la convicción, no sustentada, de que el Estado puede moldear mucho mejor el desarrollo del sistema de educación superior que sus actores. Esto contrasta con la tendencia internacional, que ve en reglas y organismos imparciales que reúnen mecanismos de aseguramiento de la calidad, y, asimismo, en incentivos, mayor información y evaluación del desempeño, entre otros, la forma de combinar supervisión del sistema de educación superior y la indispensable autonomía que requieren las instituciones para satisfacer su misión.
Fuente: Emol